Las últimas semanas he reflexionado mucho sobre la difícil y
a veces escurridiza cuestión de “pasar página”. He soñado con capítulos que
terminaban, con personajes que aparecían, con mujeres que reaparecían, con libros
que quisiera volver a leer.
Soñé que pasaba página. Y me desperté sobresaltada.
Nos reinventábamos, nos neologizábamos en cada encuentro. Escribíamos
nuestros nombres de amazonas-amantes en nuestros cuerpos.
Ahora llevo su cuerpo tatuado en mi memoria. Aparece en mis
prosas y se aferra a cada letra. Nudillos apretados.
Hay una página levantándose en el preciso instante en el que
la nombro en tercera persona. La distancia aparece entre un tú y un ella. Son mis “pronombres personales (y políticos)”, aquellos que
todavía no han sido escritos. Ella.
Hay una página levantándose en el preciso instante en el que
no aparezco en el plural. La distancia es relativa, pero se manifiesta
claramente entre un nosotras y un ellas.
Le di todos mis nombres propios. Su apellido, siempre, el
mar.
Ella sabe que la amaré siempre. Ella siempre tuvo el poder en cursiva. Ella es la nadadora
que avanza rápida con brazadas lentas.
Amiga Bret, yo un día vi a una musa nadando en el mar.
Ahora.
Ahora siento la alegría. Vuelvo a ser azul. El futuro está
llegando y ya asoman nuevos personajes.
Terminar de pasar la página es un gesto de justicia. Es
abrirle la puerta a ese futuro presente.
Ahora me siento libre. Cómoda y tranquila entre palabras y
nuevos capítulos y libros.
Durante un ratito al menos, yo.